Viernes, 12 Septiembre 2008 18:00

CON EL ALMA VACIA

[audio src="/archivos_audio/Com Sab 13 Set 08[1].1.L.mp3"]

Este cuento responde a una historia que pude intuir luego de ver a un niño sacando a su padre borracho, de una de las tantas cantinas por las orillas del mercado, de cualquier mercado, de cualquiera de nuestros cantones.
                                                      
Sábado en la tarde. Fin de una semana de duro trabajo en la construcción de una casa que no será suya, al otro lado de la ciudad, muy lejos del cuarto y la cocina que alquilan con su familia, allá cerca de San Antonio del Tejar.


Adrián se vino directo a la cantina. Casi una hora duró el bus desde allá, más arriba de Sabanilla. Llegó sediento y la primera cerveza le supo a gloria. Si se hubiera ido después de tal gusto ya estaría en su casa, bañado y mudado, limpiando las zapatillas mientras esperaba que Elodia, su mujer, terminara de arreglar a los dos más chiquitillos de sus cinco vástagos, para irse a comprar el diario.

Pero cómo se iba a ir si allí estaba tan bonito. Si aquellas cervecitas y aquellos "cacicasos" le iban alegrando el espíritu, si le iban borrando los dolores del cuerpo y del alma; si allí estaban sus amigos, Juancillo con sus historias tristes, calamitosas, que hacían a Adrián sentirse superior, y Ricardo con sus chistes y anécdotas que hacían a las manecillas del reloj adormecerse al ritmo de aquella pesada tarde de verano. Además, de vez en cuando se acercaba a la barra alguna de las muchachonas, y Adrián podía sentir sus pechos restregándose contra su espalda como gato querencioso, y hasta, según la que fuera, deslizar su mano cuerpo abajo por aquella geografía ya gastada de tantos recorridos; todo a cambio de que cargaran a su cuenta otro "wiskyllo", aunque fuera agua teñida como todos lo sabían.  

Cómo no iba a estar a gusto allí. Por eso de nada valían los ruegos de su hijo, Giancarlo, el segundo después de Amanda que ya era una señorita. Allí en la puerta de la cantina adonde había venido el sábado anterior y el pasado, y todos los anteriores desde hacía casi dos años, aquel niño de once años, de cara tersa y corte moderno en su cabellera, le rogaba a su padre que se fueran a la casa. "Allá está tío Marlon que vino de Río Frío  y le trajo una carta de la abuela. Vamos pa, vamos, ya deje de tomar tanto guaro, no ve que le hace daño"

Los ojos vidriosos del padre ni siquiera podían ver que su pequeño había crecido, que en su rostro había lágrimas de dolor pero también de vergüenza al ver a su padre, a su héroe, convertido en una piltrafa, con las faldas de fuera, la jareta abierta, dejando desprotejida buena parte de su masculinidad, balbuceando entre babas indescifrables palabras que solo significaban un no, que ya no era placer sino inconsciencia.

A como pudo, el niño descolgó del hombro del papá el maletín que como encarnado estuvo con él desde las doce, registró con su pequeña mano las bolsas del pantalón y de una de ellas sacó lo que quedaba del sueldo; lo abrazó posando su cabeza contra el pecho, estiró su mano cuanto pudo, dibujó una cruz sobre la frente sudorosa del padre, y luego se apartó para alejarse, cabizbajo, lloroso, impotente, camino del bus que lo llevaría a casa, otra vez con el alma vacía, sin su querido papi.