Cuánto hubiera dado por no haber tenido que escribir estas líneas a propósito de la tragedia vivida por el terremoto en la zona de Vara Blanca y haberlo hecho en cambio a partir de mis vivencias de las muchas veces que visité o pasé por aquellos parajes, desde hace ya muchos años, pero de manera especial el año anterior, la última el pasado 19 de diciembre: las comidas lugareñas que disfruté en las fiestas de Fraijanes, los admirables detalles de la pequeña vieja ermita del lugar, el paseo a las instalaciones del centro turístico Colinas del Poás, la fila de vacas, de manchas blanco y negro, moviéndose sobre una orilla de la carretera cerca de Poasito, la visita a la lechería donde pude apreciar toda la tecnología aplicada al ordeño y procesamiento de la leche y sus derivados, a la par del esmero y la amabilidad de los trabajadores, la extensa conversación con el campesino dueño de las tierras, las vacas y la lechería, un hombre sencillo, humilde, que me contó las peripecias vividas para mantener aquella empresa a partir de una pequeña herencia recibida del abuelo, así como los sacrificios que demanda su mantenimiento.
El pueblito de Vara Blanca, como salido de un portal, con la vista al fondo de las imponentes montañas de un verde azulado que acompañan al viajero por el resto del sinuoso camino hasta las llanuras del norte, mostrando de vez en cuando, como hilos de plata, las caídas de agua que brotan con abundancia desde aquellas entrañas benditas; la visita al mariposario y las ventas de fresas, quesos, dulces y artesanías allá, a la altura de Cinchona, y la amena conversación con la señora, una microempresaria llena de ilusiones para ella y su familia ; el gusto que me di tomando fotos a una manada de pizotes que encontré junto a la carretera y que se acercaban sin temor a quienes nos bajábamos de los vehículos asombrados ante aquel espectáculo; la cantidad de trabajadores, hombres y mujeres, de uniformes verdes y botas blancas, desfilando a reiniciar sus labores después del almuerzo, en la fábrica El Ángel, un emblema de aquella región; el tiempo que pasé disfrutando el frescor de las aguas cristalinas de un río cerca del cruce hacia El Socorro, arrullado por el canto de las innumerables aves, y después la imponente catarata de La Paz, seguramente una de las caídas de agua más visitadas y llevadas como recuerdo a diversas partes del mundo.
Y luego, las subidas y bajadas hasta encontrar el verdor del pequeño valle de Cariblanco con la vieja hacienda cruzada por el río y después el pueblito del que recuerdo la venta de frutas donde compré una papaya que resultó ser un manjar; allí mismo, el cruce con la entrada a la laguna del Hule, un lugar sencillamente paradisíaco, y después, siguiendo la carretera principal, el descenso teniendo como fondo las inmensas llanuras de Sarapiquí y como primer objetivo el pueblo de San Miguel, pujante como todo el cantón herediano, punto de encuentro de lo viajeros que vienen del Caribe por Puerto Viejo y La Virgen y los que vienen de los cantones del norte de Alajuela, por Río Cuarto de Grecia y Venecia de San Carlos.
Ya ven, hilando estos lindos recuerdos he ocupado este espacio sin hablar de la tragedia ocurrida en aquellos parajes; quizás sea lo mejor, recordar la imponente naturaleza que nos deleitó a sus visitantes y dio vida a sus pobladores, y comprometernos a apoyar a estos hermanos para que puedan rehacer sus vidas.