Iniciaba mis estudios de Derecho en la única Facultad que existía entonces, allá por 1978 y matriculé con un profesor que no conocía, como tampoco a los otros, en el curso de “Métodos de Investigación y Razonamiento Jurídico”.
Cuando se presentó a la primera clase nos impresionó que, como se notaba en su acento, no era tico; además nos contó que recién llegaba de Europa donde impartía cátedra en una importante universidad alemana y que, incluso, estaba esperando que, por barco, le llegara su gran biblioteca.
Empezó la clase, literalmente magistral, con la que, por lo menos yo, quedé extasiado: era el profesor que nunca había tenido. Un sabio, un “Doctor en leyes” de verdad; una fuente inagotable de conocimiento de la que quería sorber cada gota.
Ciertamente era parco en sus relaciones con el estudiante pues no podía ser diferente. No llegó a ser un “compañero más” ni un amigo. Era el profesor y así, sin decirlo, lo dio a entender muy bien, desde el primer día de clases.
Enseñaba más que “métodos” para copiar de otros, verdadera filosofía jurídica, de donde derivaba las bases del conocimiento para formar, con aplomo, a los recién llegados aspirantes a estudiantes de derecho. No había más opción que estudiar, constante y con absoluta dedicación si queríamos aprobar el curso.
De los casi 30 compañeros al final eran pocos lo que teníamos oportunidad de avanzar a segundo año o abandonar, para siempre (por lo menos en esa época) los anhelos de ser “abogados”.
Cuando llegó la hora del primer examen, recuerdo, como ayer, que con mi compañera Belinda, estudiamos día y noche, fines de semana, cada minuto, pues era un reto que teníamos en demostrar, en el examen escrito, que sí queríamos ganar el primer año de derecho.
Hicimos el examen; quedamos como “apaleados” al salir de él. Fue como correr una maratón infinita. A los pocos días entregó los resultados.
Recuerdo que cada respuesta la calificaba, con explicación de su nota al final de cada una. Usaba lapiceros de todo color para indicar faltas de ortografía, de redacción, de fondo, etc. Y al final del cuadernillo de examen una explicación “global” de la nota obtenida. Luego de ese examen quedamos pocos en la clase de Métodos; tal fue la “quebrada” con ese examen.
Sin embargo para mi, modestia aparte, con toda humildad, obtuve (no me “puso”) un CIEN, con anotaciones parciales y globales que aún recuerdo. ¡No podía creerlo! ¿Un cien con don Pedro Haba? ¡Jamás! Pero era cierto. Mi amiga Belinda obtuvo un setenta y a una compañera, amiga de ambos, don Pedro no tuvo reparos en decirle que había copiado de nosotros, pues él, al empezar el examen había hecho un mapa de ubicación de cada uno y así la agarró, pues ¡hasta las faltas había copiado…! Reprobó.
Al finalizar la carrera me nombraron profesor de “Métodos” en la Facultad de Derecho y don Pedro Enrique Haba pasó a ser mi “colega” en la misma Cátedra pero por ello no dejé de seguir viendo al “Profe” como al maestro, “Mi Maestro”, con todo el respeto y admiración que le tendré siempre.
En fin que sirva esta anécdota para mostrar mi asombro e indignación de que se le haya negado al Maestro, Don Pedro Enrique Haba Müller, la condición de profesor emérito pues si alguien se lo merece y muchísimo más, es él.