Fue en Missouri cuando una mujer con vistas de futuro, Julia Braden, convenció a los dueños del Linwood Theater para que permitieran poner un puesto de palomitas en el interior de su local.
Tal fue el éxito de doña Julia, que en 1931 ya tenía cuatro puestos en distintos cines, con el consiguiente beneficio que esto le reportó, más de catorce mil dólares de la época.
El público, con poco dinero y bastante hambre, necesitaba ser llenado con un producto barato que saciara en las largas sesiones cinematográficas y además que no costara demasiado, pero lo más importante, que también reportara buenos beneficios.
Así que cuando los dueños de las salas se percataron de este floreciente negocio, eliminaron al intermediario vendedor y comenzaron a gestionar ellos mismos directamente esta actividad, con la consiguiente subida de los beneficios en la sala, muchas de los cuales pudieron sobrevivir a esta época gracias a la venta de palomitas.
Fue en la Segunda Guerra Mundial cuando ya definitivamente el ir al cine quedó unido irremediablemente al consumo de palomitas en la sala. La escasez de azúcar en esta época hizo que los vendedores de caramelos fueran desapareciendo, y las palomitas, fabricadas con un producto abundante como era el maíz, ganaron posiciones.
Y prueba de ello es que cuando acabó la guerra, más de la mitad de las palomitas que se consumían en Estados Unidos se tomaban en el cine, constituyendo el 85% de sus ganancias.
Fuente: Revista Smithsonian
Hoy seguimos con la historia sobre el ligamen de las palomitas de maíz con el cine.
Ayer le contamos que en los Estados Unidos, en medio de la Gran Depresión, había pocas opciones para entretenerse y para “picar”. Así que la gente tenía como gran recurso el cine y unos cucuruchos de maíz reventado y bañando en sal que vendían en la calle.