Era un día como cualquier otro en las tierras bajas de Escocia, hace casi ciento setenta años.
Un hombre, al que llamaremos McCloud, iba en su caballo junto a un canal de navegación.
Por ese canal iba una barca en su misma dirección, y a la misma velocidad.
De pronto, el bote se detiene, creando una pequeña ola que avanza por el canal.
Nuestro amigo McCloud, por jugar, anima a su caballo a alcanzar a la ola, creyendo que esta se detendría en pocos segundos.
Pero la ola sigue y sigue... y sigue sin detenerse
El pobre caballo galopó todo lo que pudo, sin poder alcanzar a la ola.
Cuando finalmente McCloud se detuvo, comprobó que había galopado dos kilómetros, a una velocidad de trece kilómetros por hora, y la ola seguía avanzando hasta que se perdió de vista.
La historia llegó a oídos de físicos escoceses, quienes anotaron lo siguiente:
cuando una onda es encauzada en una misma dirección, puede desplazarse sin perder energía por mucha distancia.
Pero nunca se imaginaron que la observación de McCloud, siglo y medio después, daría la clave del desarrollo de los rayos láseres.
Y a inicios del siglo veintiuno, ese mismo principio se ha aplicado a los átomos sometidos a temperaturas de casi cero absoluto, formando los condensados de Bose-Einstein, el quinto estado de la materia.
En esas condiciones, los átomos se alinean espontáneamente, formando lo que se llama: una onda o tren de solitones
Esos láseres de átomos tendrán innumerables aplicaciones:
Como instrumentos de navegación interplanetaria
Para escribir directamente sobre los chips de computadores
O rebotar sobre las capas congeladas del mar de una de las lunas de Júpiter
Y todo porque McCloud, hace más de un siglo y medio, puso a su caballo a perseguir una ola en un canal