En medio de la corrupción en que se debate el país, resulta desalentador el proyecto de ley preparado por un llamado “Movimiento para un Estado Laico en Costa Rica”, el cual, avalado por trece diputados de distintas tendencias, pretende reformar los artículos 75 y 194 de la Constitución Política, y eliminar a la Religión Católica como religión del Estado, prescindieron del nombre de Dios en el juramento que deben prestar los funcionarios públicos de altos rangos.
El proyecto, aunque resulte chocante para la sensibilidad de la mayoría del pueblo costarricense, no es sorpresivo, pues es la culminación de un largo proceso iniciando hace muchísimos años, durante los cuales quienes nos encontramos en la etapa final de nuestras vidas, hemos visto desaparecer una a una, muchas sanas costumbres que por largo tiempo existieron, como la de iniciar las lecciones matinales en las escuelas públicas con una breve oración cuya primera parte, recitada por un alumno que la maestra escogía, era posteriormente completada por el resto de los estudiantes. Pero fue preciso eliminar esa práctica, así como toda mención al Salvador del Mundo y a su Santísima Madre, para no escandalizar a las mezquinas almas de aquellos que por convicción o por pose, se declaran en este país, ateos o agnósticos; así por el mismo motivo, se fueron sacando de los hospitales y asilos a las religiosas que trabajaban por el amor al prójimo, para sustituirlas por trabajadores asalariados, hombres y mujeres que están prestos a abandonar a los enfermos en cualquier momento, obedeciendo consignas de su Sindicato.
Si alguien duda que una convivencia civilizada depende en gran medida de la vida moral y religiosa de la sociedad, que repare en el decaimiento de la Religión y la corrupción en que estamos inmersos; considere el agresivo vandalismo que todos los días golpea en la ciudad y en el campo y que mantiene acorralados a los ciudadanos, tras las rejas de sus casas, mientras los delincuentes y drogadictos andan sueltos por las calles con la complicidad de muchos policías y funcionarios llamados a protegernos de sus amenazas.
El agnosticismo conduce a la indiferencia moral, pues hace perder el contacto con Dios, que es la más fuerte de moralidad. Por eso los desencaminados esfuerzos de las familias que pretenden educar a sus hijos en el respeto a las obligaciones morales y sociales pero no en la creencia en Dios, nos resultan extrañas. Naturalmente que esta situación se vive, con algunas variantes, en todos los países que han experimentado este mismo proceso.
En los Estados Unidos, cuya influencia cultural y económica es indiscutible en nuestros pueblos, los resultados del laicismo han sido pavorosos. El pensador norteamericano John L. Stoddard, decía a mediados del siglo pasado: “La exclusión de la religión en el programa educativo de millones de niños, tiene que causar un rebajamiento gradual en la formación del pueblo. Es inevitable que la falta de un concepto religioso de la vida, estimule el afán del dinero y el culto de placeres bajos que provocan la degeneración de la raza y su corrupción”.
Por supuesto, que no vamos a ser tan ingenuos para creer que simplemente manteniendo como letra muerta los textos constitucionales que se pretende reformar, vamos a alejar los problemas que apuntamos. Sin embargo, el hecho de que se haya presentado ese proyecto de ley, que deroga un precepto que se ha mantenido incólume por más de ciento ochenta años, desde el Pacto de Concordia hasta la actual Constitución y que trece diputados lo hayan acogido para su trámite, es un claro síntoma que nos advierte del nivel alcanzado por la mentalidad liberal que no acepta relaciones entre Estados e Iglesia.
No hay duda que vivimos una época de universal decadencia. Aunque algunos de nuestros diputados parecen no haberse enterado, el humanismo y el laicismo, iniciando en el siglo XVIII, llamado “de las luces”, ha fracasado en sus pretensiones. En vez de fortalecer al hombre lo ha debilitado. La fe en las fuerzas autónomas del hombre ha cedido para dar paso a un escepticismo mórbido que carcome a la sociedad. Aunque la tecnología nos asombre cada día con sofisticados aparatos para nuestro confort y bienestar, es lo cierto que ya no participamos de la ingenua confianza de las generaciones de hace un siglo en el proceso indefinido.
En lo que a nosotros respecta, ha llegado el momento de una revisión a fondo de nuestro sistema político y de principios que durante mucho tiempo hemos considerado como intangibles.
Todos los hombres y mujeres de buena voluntad que amamos este país debemos colaborar, en la medida de nuestras posibilidades, en esta ineludible tarea si queremos salvar esta Patria que con tanto esfuerzo nos legaron nuestros padres y abuelos.