El destacado pedagogo, Chester Finn, al dirigirse a unos maestros nicaragüenses les dijo: “Es posible que la gente nazca con un apetito de libertad personal, pero no nace con el conocimiento de los acuerdos sociales y políticos que hacen posible su propia libertad y la de sus hijos. Eso es algo que se debe adquirir mediante la educación”.
Desde esta perspectiva, no basta decir que la tarea de la educación, en una democracia, consiste simplemente en evitar el adoctrinamiento de los regímenes autoritarios e impartir una enseñanza neutra en materia de valores políticos. El fin de toda educación es transmitir valores.
En este sentido, además de enseñarles a las personas los principios de la democracia con un espíritu abierto a la investigación, lo cual es, en sí mismo, un valor democrático importante; también se les debe alentar a que cuestionen aquellos pensamientos que atentan, o han atentado, contra la sana evolución de una cultura cívica democrática.
Por ello, en las clases, en los libros de texto o en los medios de comunicación, no se deben pasar por alto los hechos ásperos o que han suscitado controversia, con el fin de forjar ciudadanos quienes, mediante una generación de productivos debates, defiendan sus intereses, ejerzan sus derechos y asuman la responsabilidad de su vida democrática.
No debe olvidarse que, en otros regímenes, los sistemas de educación constituyen instrumentos del gobierno, pero, en las democracias, el contexto educativo debe ser un servidor del pueblo. A la vez, la capacidad de la educación para crear, sostener y mejorar al gobierno depende, en gran parte, de la calidad y eficacia de los ámbitos educativos en los cuales el gobierno se desenvuelva.
Una sociedad democrática sana no es sólo una arena donde los individuos persiguen sus objetivos personales; las democracias educadas florecen cuando están en manos de ciudadanos deseosos de ejercer su bien ganada libertad para participar en la vida en sociedad, para así sumar su voz al debate público, elegir representantes quienes rindan cuentas de sus actos y aceptar tanto la necesidad de la tolerancia y el compromiso en la vida pública.
Ante este panorama, los ciudadanos de una democracia sustentada en la educación, también comparten la obligación de unirse con otros para forjar un futuro en el cual se sigan consagrando los valores esenciales de la justicia. De ahí que, en todas las sociedades y en cada generación, la gente tiene que apostar a la permanente educación como una manera de edificar la democracia; ello significa tomar los principios del pasado para aplicarlos a las circunstancias actuales de una sociedad cambiante.
Y esto no se hace más necesario que en estos días donde Costa Rica se acerca a una segunda ronda presidencial para que los ciudadanos puedan ejercer un voto informado, autónomo y racional. Porque, como lo expresara Thomas Jefferson: “Si un país aspira a ser libre y sabio, en un estado democrático, requiere, contundentemente, alimentarse de la educación”.