Los sistemas legales surgidos a partir de la Revolución Francesa de 1789, fueron concebidos bajo los presupuestos de una radical confianza en el individuo y en los resultados creativos del ejercicio de su libertad, supuestos que en la práctica han sido cuestionados, pues la experiencia nos enseña que el hombre no es un ser angélico y que en nuestro corazón coexisten, en diversas proporciones el bien y el mal, que libran dentro de cada uno de nosotros, una encarnizada batalla, de la cual las guerras de este mundo, no son más que pálidos reflejos y meras consecuencias.
Los ideólogos del siglo XVIII, que abrieron paso, tanto a la independencia de los Estados Unidos como a la Revolución Francesa, estaban firmemente convencidos de estos dos principios: a) que la inteligencia del hombre naturalmente tiende a la verdad; y b) que en igual forma, su voluntad tiende al bien. De ahí nace el conocido aforismo, que al menos teóricamente, aun conservamos, de que todo aquello que no haya sido expresamente prohibido, esté permitido, pues la libertad del hombre es anterior a todas las normas del Derecho. En estos momentos, el panorama humano así concebido a muchos les parecerá ingenuo y de color de rosa, aunque indiscutiblemente contiene un fondo de nobleza, pues en las cosas humanas, como apunta Sebastián Soler, la proclamación ideal de una virtud, generalmente es el presupuesto para que, efectivamente, esa virtud pueda llegar a nacer. Pero en razón de las grandes transformaciones sociales, ocurridas principalmente en la segunda mitad del siglo pasado, esos principios han venido siendo descartados, cayendo en un error aún mayor que es el de fundamentar nuestro sistema político en el concepto de que el ser humano necesariamente está orientado al mal y, además, es incapaz de autogobernarse, premisas éstas que nos ha llevado a las antípodas del punto de partida. De una absoluta e infundada confianza en las virtudes angélicas del ser humano, hemos caído en el extremo de una total desconfianza en el individuo, al que El Estado moderno considera que debe controlar, proteger y asistir en todo momento, mediante toda clase de leyes prohibitivas y limitativas. Nuestros legisladores, se horrorizan ante la posibilidad de que algo pueda quedar librado a la espontánea iniciativa de los individuos y de ahí ese afán por preverlo todo; prohibir y ordenar mucho y castigar severamente las transgresiones e incumplimientos. Por regla general se duda de la buena fe y validez de los contratos privados y en muchos campos, en los que antaño los individuos podían convenir libremente lo que les pareciera, el Estado, ahora interviene autoritariamente para impedir el convenio o al menos, para sustituir, mediante la ley la voluntad de las partes.
Un creciente número de actividades, que antes estaban al alcance del individuo, han sido proscritas y muchos actos, desde comprar un arma para proteger su hogar, hasta sacar a pasear al perro, requieren de un permiso previo de las autoridades, que lo conceden, bajo ciertas circunstancias, como una graciosa liberalidad de su parte. El mismo autor al que mencionábamos hace un momento, nos previene: “Estamos pasando una época de masa y de nivelación, de indiferencia y aun de menosprecio hacia las calidades excepcionales que individualizan a un hombre y esta no es precisamente una crisis jurídica, sino de un orden mucho más vasto y profundo”. Sería imposible, en este breve comentario, tratar de enumerar aquí las causas de esta crisis, pero permítasenos señalar que la adopción de una concepción errónea y populista del concepto de igualdad que, junto con los de libertad y fraternidad, heredamos de la Revolución Francesa, ha sido en buena parte responsable de la crisis que, como bien lo dice Soler, no es sólo jurídica, sino de un orden más vasto y profundo. El principio de igualdad, rectamente interpretado es el reconocimiento a la igualdad de posibilidades jurídicas para todos los hombres, es decir que cualquiera que sea el titular de un determinado derecho, deberá merecer idéntica protección de parte de la ley, pero ese específico derecho no puede acordarse indiscriminadamente a todos, sino únicamente a aquellas personas individualizadas que se encuentran dentro de los supuestos de la norma, lo que necesariamente obliga a reconocer las diferentes circunstancias en que cada individuo se encuentra.
“Dar a cada uno lo suyo” es un empeño posible del Derecho que nos viene desde la antigua Roma, pero proclamar que “nadie vale más que yo”, fundamentado en un Derecho gregario, que menosprecia la individualidad y exalta al Estado por encima de todo, es el dictado del resentimiento y de la envidia. En vez de empeñarnos en un sistema que es fuerte de conflicto permanente, la meta hacia la cual debería tender todos nuestros esfuerzos es la fraterna en la que cada uno pueda alegrarse de encontrar en sus hermanos, cualidades de la que él mismo carece. Por supuesto que el presupuesto para que un mundo así pueda aflorar es el reconocimiento a las condiciones mínimas para que la existencia alcance su dignidad humana, pues sería imposible un mundo fraterno en el que coincidieran la miseria extrema y una opulencia ostentosa.