Los seres humanos no somos ni ángeles ni demonios, pero cuando nos lo proponemos podemos ser angelicales, si damos lugar en nuestras almas y en nuestras acciones a la bondad, a la misericordia, a la humildad, al bien, y de esa forma, ayudando al alcance de la meta de todos: la felicidad.
Igualmente, si permitimos que el mal, el odio, la soberbia, el rencor, la mezquindad, aniden en nuestras almas, caeremos en acciones diabólicas, sembrando la discordia y con ello la desdicha, primero en nuestro ser interior y desde allí, al mundo en el que nos desenvolvemos: la familia, la comunidad, el lugar de trabajo o de estudio, todos ellos espacios forjados para la promoción del convivio, el bienestar y la felicidad.
Mucha de la desdicha que viven las personas y los grupos o comunidades como formas de relación tensas y hasta violentas, viene de la falta de rigor o de autenticidad en la comunicación. Pensamos que comunicarnos es fácil; ciertamente no lo es. Hasta las palabras más exactas son a veces insuficientes para comunicar lo que creemos querer comunicar. Y digo "creemos querer comunicar" porque no pocas veces ni siquiera hemos llegado a un acuerdo interno, a un convencimiento interior pleno de comunicar algo, y sin embargo nos lanzamos a comunicarlo. Imaginemos entonces las inexactitudes en que podemos caer en esas condiciones y, en consecuencia, los espacios que estaremos dejando a la interpretación del otro. Noten que ahora hablo de interpretación, con todo lo que eso significa, pues estoy dejando en manos de la otra persona lo que yo supuestamente quería decirle.
Y a esto hay que agregar otro elemento distorsionador de la comunicación: la intención de engaño o de manipulación que puede estar presente en quien tiene la iniciativa de comunicar. ¿En qué queda la comunicación cuando yo digo algo distinto a la verdad o con una intención diferente a la que formalmente manifiesto? ¿Cuál comunicación puede existir si yo digo algo con un supuesto interés, pero en realidad se trata de otro muy diferente?
El panorama se ha vuelto tenebroso y de seguir así, esta vía nos conduciría irremediablemente hacia el pesimismo.
Tenemos que recuperar la compostura, el optimismo, los deseos de comunicarnos y compartir, porque de lo contrario ¿qué sentido tendría la vida? Volvamos de nuevo la mirada hacia nosotros mismos. Es en la riqueza interior que hemos forjado por medio de la educación, en los principios y valores que nos inculcaron padres y maestras, en las huellas positivas que han dejado en nosotros las experiencias de la sana convivencia, es allí en donde encontraremos esa fuente de optimismo para transmitir y compartir con quienes convivimos a diario.
¡Ah! Y no olvidemos el rigor en la comunicación. El uso de las palabras más adecuadas, la escogencia del momento y el medio más convenientes, la sinceridad y transparencia en lo que se dice o escribe; todo ese conjunto de elementos nos acercarán a una comunicación más eficiente en la que el problema de una mala interpretación se reduce al mínimo. Y así, la felicidad como producto de esa vida que construyo en conjunto con los demás, estará más cerca.
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