Viernes, 19 Diciembre 2008 18:00

A PROPÓSITO DE GRADUACIONES

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Entre cosas guardadas, muy guardadas y demasiado guardadas, apareció un día  de estos mi diploma de graduación de sexto grado que dice: República de Costa Rica, Ministerio de Educación Pública, Escuela de Carrillos. Por cuanto Heriberto Valverde Castro ha cursado la Enseñanza Primaria y ha sido aprobado en todas las asignaturas, las Autoridades del ramo que suscriben, libran a su favor el presente  Certificado de Conclusión de Estudios Primarios. Carrillos de Poás, 28 de noviembre de 1959.

Luego vienen un par de firmas ilegibles correspondientes al Director provincial de Educación Primaria y al Supervisor escolar, y después las firmas de don Lizanías Camacho, Presidente de la Junta de Educación, de la niña Delia Tapia, Directora de la Escuela y del maestro Jorge Mario Artavia.

Como comprenderán, al leer esto los recuerdos se me agolpan en la memoria, la nostalgia invade mi corazón y la gratitud aflora en mi mente para todas las personas que entonces constituían mi mundo, un mundo de limitaciones materiales pero de un enorme gozo espiritual, producto de la convivencia familiar, escolar y comunal.

La nuestra era una escuela que funcionaba en un edificio viejo de paredes y pisos de madera, con patios a su alrededor, uno de ellos, el más grande, servía de plaza y al fondo estaban los interiores con excusados de hueco, uno para los varones y otro para las mujeres. Y ahora pienso en que probablemente en un segundo momento habían hecho un agregado al edificio, porque recuerdo una parte con piso de mosaico de colores rojo y amarillo.

Dos enormes palmeras reales eran los permanentes vigías del área escolar y con ellos bastaba y sobraba para nuestra seguridad.

La plaza, un polvazal en verano y un barreal en invierno, estaba cruzada a lo largo por la acera que conducía a los interiores, y allí quedó empeñada más de una uña debido a la impericia o el ímpetu de los jugadores al tratar de patear la pequeña bola de tenis que era con lo que casi siempre nos bajábamos la fiebre en los recreos, aunque a veces la bola era una naranja sazona. A sus dos costados la plaza estaba flanqueada por hileras de piñuela, una planta de hojas largas y delgadas con sus bordes cubiertos de espinas como garfios. Como la cancha no tenía otro límite que esas piñuelas, de allí salíamos no pocas veces quitándonos las espinas y lloriqueando. Recuerdo una vez en especial, en que jugábamos chiquillos y chiquillas juntos y una de las compañeras, una mamulona mucho más grande que yo, me pegó un trabonazo y me hizo consumido en las piñuelas; de allí salí como un Cristo.

Mucho más tengo que escribir de mi escuela, de mis maestras, de mis compañeras y compañeros, del recorrido hacia la escuela y sobre todo de las huellas que dejaron en mí aquellos años y aquellas personas. Por hoy solo quisiera terminar insistiendo ante los padres de familia y los educadores, en estos días de graduaciones, que enseñen a los niños a valorar la educación, más allá, mucho más allá de las vanas apariencias que muchas y variadas fuerzas buscan imponer como si fuera lo más importante.